España, a lo largo de su historia, siempre se ha caracterizado por ejercitar demasiado poco la autoestima. Sea porque esté basado en hechos constatables, o porque nosotros mismos hemos interiorizado la “leyenda negra” creada allende nuestras fronteras, nos ha costado mirarnos al espejo y reconocernos tal y como somos, con nuestras virtudes y defectos.
Sin embargo, existen muchos campos donde podemos erigirnos como modelos a emular, muchos de ellos relacionados con las infraestructuras (de transporte de todo tipo –carreteras, ferroviarias, para el tráfico área–, relacionadas con la energía, con el agua, …). El sector de las telecomunicaciones no es una excepción. Hemos sido, somos y seremos, modelo de implantación y uso de infraestructuras de eso que un día se llamó las “autopistas de la información”.
En cualquiera de sus variantes (redes móviles o terrestres) o tecnologías (GPRS, 4G , cable, ADSL, fibra, …), tanto la aportación del ecosistema normativo (en un entorno complejo, con ámbitos competenciales distribuidos y por tanto, en ocasiones, con intereses contrapuestos) como la iniciativa privada, han creado un círculo vicioso donde la inercia conseguida nos hace no tener que temer por cómo se gestará el próximo reto (¿será el 5G?).
Es por tanto un hecho el que tenemos una cierta capacidad contrastable en crear, gestionar y mantener grandes infraestructuras, caracterizadas todas ellas por lo tangible, por lo fácilmente conceptualizable a la hora de conseguir aliados (apoyo social, apoyo económico, …) y fácilmente utilizables por un agente o usuario final.
Así, las carreteras favorecieron, sobre todo, el transporte de mercancías para la importación de todo tipo de productos; las infraestructuras aéreas permitieron atraer un mayor número de turistas; y la generación y distribución eléctrica era un requisito imprescindible para la implantación de grandes centros fabriles de capital extranjero. Ejemplos todos ellos donde el impulso para la construcción de la infraestructura tenía detrás un agente ávido de explotarla económicamente con el objetivo de desarrollar un plan de negocio ya conocido y que a la postre suponía la modernización o el incremento de la riqueza nacional.
¿Ocurre lo mismo con esas “autopistas de la información”? Una vez hemos conseguido convertirnos en uno de los países más “fibrosos”, ¿para qué son utilizadas esas vías ultrarrápidas? Lamentablemente no tenemos campeones nacionales de contenidos y servicios, más allá del sempiterno y siempre salvador, fútbol. La virtud de conseguir el beneplácito social, incluyendo las subvenciones europeas a través de una justificación fácilmente evaluable, incluso una simple foto de corte de bandera en la inauguración correspondiente, se ha convertido en una losa que nos ha impedido impulsar lo que de verdad aporta valor. Los contenidos y los servicios, tal y como lo vemos con los GAFA, son el verdadero maná que impulsan, no solo una profunda transformación social, sino también la creación de riqueza vía puestos de trabajo e impuestos.
Nos queda, por tanto, dar un paso más. Desde el convencimiento de que somos tan creativos como cualquiera y que los nuevos modelos de negocio favorecen la creación de grandes compañías (grandes desde múltiples perspectivas), partiendo de requisitos poco exigentes en recursos (humanos y financieros), es imprescindible cambiar el rumbo de nuestros futuros logros. Administraciones Públicas, empresas y sociedad civil deben concienciarse en promover e impulsar productos y servicios, que sin ser tan tangibles y fácilmente auditables y rentabilizables socialmente, lograrán poner las bases de un futuro más próspero. De lo contrario, haremos valer ese refrán tan castizo que hace referencia a cierta antiquísima profesión y el lugar donde se ejerce.